[responsivevoice_button voice=»Spanish Female»]
Casi es un lugar común reconocer el desprestigio actual de la política, de los partidos y de los políticos.
El fenómeno es común en toda América Latina, por no decir que en el mundo entero, a pesar de las diferencias observables en las realidades políticas entre los países.
Una primera manifestación de este desprestigio es el rechazo al elitismo político, que se expresa en afirmaciones como “todos los políticos son iguales”, “se representan a sí mismos”, “no luchan por ideas sino por prebendas”, “se han alejado de la gente”.
Hay en estas expresiones de rechazo un fuerte componente ético, que descalifica a los políticos de manera personal y, por extensión, a la política en general.
Fue lo que le sucedió, en reprochable actitud, a Dilian Francisca Toro, nuestra gobernadora, en su intervención en el evento de inauguración de la COP16.
Es un cuestionamiento ante el cual no cabe la neutralidad, entre otras razones, por las trágicas consecuencias políticas que tiene.
Pero cuando nos encontramos ante un fenómeno de tal grado de generalidad, la personalización del mismo no basta para explicarlo, y menos aún para tratar de transformarlo.
Hoy hay un mayor cuestionamiento, que injustamente se generaliza, a estas prácticas políticas tradicionales por dos razones: primero, porque se impuso la idea de que ellas eran achacables a los “populismos” latinoamericanos y que solo con la modernización liberal de los sistemas políticos serían eliminadas, lo cual no solo no ocurrió sino que se agravó; segundo, porque la política tradicional se amparaba en políticas estatales desarrollistas que realizaban una relativa distribución del ingreso, sobre todo a los sectores medios urbanos, que atemperaban la percepción de la política institucional como botín de una elite, como hoy se la percibe.
No se debe llegar al irrespeto y menos en un acto de relevancia internacional, sin reconocer la labor y la trayectoria de cada quien.
Únete a grupos de: