Lorica entre tertulias y café. Con Enrique Córdoba Rocha.

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Volver a Lorica es siempre un ejercicio de alma y café. Me siento temprano en el parque, al lado de la iglesia, y en la tarde en Las delicias de la Abuela, rodeado de tertulianos que mezclan la sabiduría con la burla, el ingenio con la seriedad, como si cada sorbo de tinto trajera una crónica del pueblo.

Allí me actualizo: las noticias del día no están en la radio ni en internet, sino en las carcajadas que rebotan bajo los árboles, en los comentarios sobre el río que se comporta como un viejo patricio, en las quejas resignadas sobre las motos que parecen plaga de langostas metálicas. Lorica es un caos encantador: patrimonio e inundaciones, cultura y motos sin freno, paciencia sin límites y una esperanza que siempre llega tarde al Concejo. Nadie decide, pero todos opinan; nadie gobierna, pero todos sobreviven.

Y en medio de ese desorden milagroso, la vida sigue su curso como el Sinú: lento, poderoso, caprichoso. Este pueblo, hecho de mestizajes y memorias, lleva en su piel la huella de libaneses, italianos, españoles y franceses que un día decidieron quedarse a cocinar el porvenir junto a los pescados del río y los dulces de la plaza. Su gastronomía, tan deliciosa como peligrosa para cualquier dieta, es parte de mi rito de regreso: porque aquí uno no solo come, sino que se alimenta de raíces.


Cada visita es un reencuentro con mi origen y, al mismo tiempo, un taller invisible donde se forja mi escritura. Lorica me da café y carcajadas, caos y paciencia, memoria y mestizaje. Yo, feliz, me dejo contagiar, y con un poco de ironía pienso que, si la ciudad no funciona como quisiéramos, al menos los tertulianos gobiernan la risa, que es otra forma de progreso. Enrique Córdoba Rocha.

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